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122 SAN FRANCISCO Y OTROS SANTOS DE SU JRDEN donde estaba situado aquel convento, y hallándose cerca del pueblo, tuvo que detenerse en una casa de campo y desde el balcón dirigía sus miradas hacia la cúpula y tejado de la Basílica de Loreto, que se di– visaba á lo lejos, quedando un instante como abis– mado en una especie de estupor misterioso. De pronto lanza un grito: «¡Oh Dios mio! ¿Qué es esto y qué es lo que veo'? ¿,Qué multitud de Ange– les van y vienen entre el cielo y la tierra'? ¿No los véis'? Mirad cómo bajan cargados de gracias de lo alto y cómo suben á buscar otras nuevas. Decidme, yo os lo ruego, ¿qué iglesia es esa'?» Apenas oye nombrar la Santa Casa de Nazaret, se prosterna y añade: «¿,Qué tiene de admirable que los Angeles del Paraíso bajen á esta Casa, cuando el mismo Señor del cielo se dignó bajar para revestirse de nuestra carne'? Admiremos la misericordia de Dios, que como lluvia abundante inunda el santua– rio. ¡Oh lugar bendito! ¡Oh bienaventurada man– sión!» Sin apartar sus miradas de la Basílica, nues– tro Santo entra en uno de esos éxtasis que le eran habituales; y convertido él mismo en uno de aque– llos Angeles, toma vuelo y va á caer á unos 20 pa– sos de allí, al pie casi de la Santa Casa. Si mi confusión era grande cuando se trataba de hablar de los milagros de Nuestra Señora de Loreto, no lo es menos ahora, puesto que me es igualmente imposible ni callar completamente, ni dar en pocas palabras una idea de la gran concurrencia de fieles que acuden á honrar la Santa Casa de Maria. Los Santos y los grandes de la tierra han venido á esta santa morada á pagar su tributo á todo lo que la Iglesia venera, á todo lo que el mundo católico estima y admira, confundiéndose con la multitud innumerable de los humildes, de los pobres, de los sencillos y amantes de María, los cuales no se han
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