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drá conocerlo como tal; para la mujPr todo el que~ la acanoa y sonríe, es amigo. La mujer está en peligro habitual de convertir sus impulsos en norma personal de moralidad. Por esto el pecado del hombre lleva mayor respomabilidad, por– que cuando peca ve el abismo a donde va; el hombre no sue– le ser engaüado al pecar, la mujer casi siempre; para ella pecar es amar y en su sentir el amor es siPmpre bueno. Para que la mujer acierte en el conocimiento del bien y lo pueda seguir sin error, a falta de su instinto sano, nada tan seguro como una autoridad amada. Los padres tienen en la vida de sus hijas una trascendencia incalculable; y con los padres el confesor y director espiritual. Ya lo hemos di– cho, la mujer necesita del hombre para gobernarse mús dP lo que la juventud femenina hoy piensa. En el paraíso el demonio, que no es tonto, para perder a la Humanidad, la atacó, como dijo Bossut, por la parte rnús (Mbil, por la mu– jer. Ella misma llorando tuvo que confesar su inconsciencia y debilidad. En cambio, al hombre lo hace pecar mejor la mujer con sus halagos que el demonio rnn sus sugestiones. También en esto se manifestó psicólogo Satanús. lv1uy vero– símilmente al hombre no lo hubiera hecho pecar el demonio en el Paraíso, pero lo hizo fúcilmente la mujer. Si la mujer poseyese la lucidez mental para ver el pecado que tiene el hombre, no sería en tantas ocasiones mala, ni tan insistPnte tentación para los hombres. La mujer puesta en el disparadero de su siempre pronta emotividad afectiva encontrarú su defensa en tres recursos en todo momento al alcance de su mano: en el alejamiento del mal, en el cultivo de su natural inclinación al bien -la piedad- y en la sumisión a la autoridad, paterna y sacer– dotal. 5G

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