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ba, como enfermedad lenta y mortal, por liquidar el sentido cristiano en la conoenoa de los buenos. El mundo, con sus sugestivas, insistentes y socialmente legales invitaciones al mal gustosamente agradable, es sin duda la mayor tentación de traicionar el sobrenaturalismo y austeridad del Evangelio que padece la juventud moderna femenina. La inmensa mayoría de las dificultades y objecio– nes que las jóvenes ponen y encuentran al seguimiento de la moral cristiana, nacen precisamente del amor que tienen al mundo y a sus placeres. Si no les resultase tan atractivo el mundo y no amasen tanto sus ofrecimientos, pocos incon– venientes y dificultades encontrarían para admitir y seguir las Pnseñanzas de la Iglesia sobre la modestia, la decencia, la diversión, la moda, etc. Son gustosísimamente mundanas y como no se puede ser del mundo y al mismo tiempo de J esu– cristo, por no dejar de ser mundanas, renuncian a sPguir a Cristo, a obedecer a su Iglesia. Esta es la verdad, pero como la joven aprecia la gravedad de esta situación de conciencia, y tenie sus pavorosas consPcuencias, se esfuerza por acallar– las con especiosas formas y recursos de malicia humana. Son tan opuestos el mundo y Jesucristo, que cuando el hombre se entrega al primero pierde el segundo. Este aleja– rnicnto de Dios no se realiza en un momento; el mundo e•; sagaz y para no suscitar recelo, no lo pide todo el primer día: sabe esperar para triunfar. Si la joven que sirve al mundo conociese desde el primer momento las consecrn~ncias a quP posihlPmente va a llPgar, sería sin duda más resistente a los halagos del mundo. La joven comienza por reir y gozar con el mundo, sigue el hastío y el cansancio en las devociones, más tarde el abandono y después, las exigencias de la ley de 36

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