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¡Cuántas jóvenes han perdido la inocencia, la visión sa– na y limpia de la vida y cuántas mentes femeninas se han revolcado en el fango inmundo de conductas turbias guiadas amablemente por lecturas «estupendas»! Hoy estún dP moda entre las jóvenes los libros «fuertes». Una acuciante curiosidad, que tanto mal ha causado siem– pre a la mujer, la arrastra a conocer los secretos de la vida, los secretos de la mala vida. Si la juventud femenina estima el tesoro de su espiritualidad, la delicadeza de sus sentimien– tos, si quiere ser clara y luminosa, aléjese de esos fondos turbios, violentos, a veces patológicamente anormales. en que se desarrolla la acción de esos libros que se dicen «fuer– tes». No se aficionen tanto a los libros mis lectoras que les acontezca lo que de sí mismo tuvo que confesar el tristP– mente célebre Anatole France: «He querido saberlo todo y ahora sufro por mi culpable locura. Una curiosidad sin nw– dida me hizo perder en el trato de los libros la 'PªZ del cora– zón y la pureza dP los humildes». No sean las jóvenes tan infantiles y cándidas que se de– jen engafiar del rumor público ni de los premios y menciones honorificas que frecuentemente se tributan en sociedad a ciertos autores y determinados libros. Estos ditirambos y re– compensas obedecen muchas veces a consignas secretas más que a los méritos literarios. Y aun admitiendo que existiese en ellos un valor intrínseco superior, no sería suficiente para determinar la voluntad de un católico práctico a su lectura, puesto que reconoce normas e interés superiores al arte y al placer de los libros.

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