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bracio u verlas eu tales indecencias. Eso no es cierto, ni po– drán probar lo que afirman. La concupiscencia carnal no muere nunca en el hombre, ni aun en los santos, adoptará formas y exigencias distintas, pero seguirá viva exigiendo sus derechos. La virtud no se adquiere con el vicio; pecando no se hace nadie bueno. La concupiscencia se amortigua con la edad y b virtud. Las jóvenes no tienen ni edad ni crite– rio para enjuiciar y conocer las reacciones íntimas de la na– turaleza en los hombres. Puede un hombre mostrarse ante ellas respetuoso y normal y tener un volcán dentro. La semihiliclad de la uaturaleza y la viveza de imágenes ante objetos deshonestos ni son de suyo pecado ni manifes– Lación segura de maldad Pn quien las padece. Por lo contra– rio, pueden sPr, y lo son con frpcuencia, lo mismo que el pu– dor, reacciones sanas del espíritu. Generalmente es más sen– sibl<~ a lo iiwerecundo el hombre espiritual que el hombre carnal, precisamente por ser ello méÍs contrario e inespera– do. El espíritu del hombre sano en tales casos se asusta por– que conoce mejor la gravedad del peligro. La naturaleza hu– mana que no acusa la presencia del mal. manifiesta Pstar averiada. Las playas creém en la juventud el mito de la sensuali– rhuL la idolatría del cuerpo femenino, que expone a los hom– bres a una constante tentación ante la mujer. lVIuchísimos atrevimientos y brutalidades de los hombres, la casi imposi– bilidad ele estar a solas con una mujer sin faltarla al respe– to. cuando no al honor, las numerosísimas caídas de la ju– ventud masculina obedecen, más o menos inmediata y di– rectamente a esa carnalidad suscitada en sus mentes por la presencia del desnudo de la mujer. :'JO!l

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