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Existe también una tendencia, incluso en ciertas perso– nas de autoridad, a legalizar el baile siempre que se vaya a (;l sin intenciones malsanas, con ánimo limpio de divertirse. Yo he leído estas palabras textuales: «Incúlquese a la ju– ventud un concepto sano de la diversión y respeto al honor, !mimo ele expansionarse simplemente, sin pecado, y no habrá PI mPnor inconvPniPnte en dejar bailar y divertirse a esa ju– vPntud inspirada en una disposición de ánimo pura y noble». Esta doctrina Ps sugestiva, pero en moral cristiana no se puede defender. Existe en la naturaleza una fuerza necesa– ria instintiva que provoca al mal aun cuando haya buena voluntad puesto el hombre en determinadas circunstancias. Veo el bien y lo apruebo, pero hago el mal, decía el poeta pagano. Y San Pablo mismo experimentó en !,Í mismo esa tendencia malsana. Los peligros del baile se acentúan cuando se baila con una misma persona mucho tiempo seguido. Bailando con un mismo chico durante toda la noche es punto menos que im– posible que no se llegue a confianzas reprobables. No es pru– dento bailar con cualquiera que invite; la mujer no está en venta, ni debe carecer de personalidad, máxime cuando se trata de escoger en cosas tan peligrosas. Es vergonzoso para la dignidad femenina su pasividad en las salas de fiesta. Es PlTOr, por no decir tontez, el pensar que allí en la sala todos son amigos que la quieren bien. No dude que son más los ladrones que los caballeros, aunque los ladrones también vis– tan de caballero. Es imprudente y temerario exponerse sin motivos razo– nables a peligros graves, tanto en el orden material corno en el moral. De buenos deseos, dice el refrán, está lleno el in-
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