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quier cosa por bailar como Salomé y alcanzar sus triunfos. Tremendo, pero indudable. Para tentación de las jóvenes to– davía hoy siguen subiendo al lecho de los reyes las bailari– nas: supremo honor de las bailarinas y suprema infamia de los reyes. El Conde Rogelio de Busy Rabutin, célebre escritor, con– sultado por el entonces Obispo de Autún sobre qué pensaba de los bailes, dió esta respuesta: «Aunque el testimonio de los Padres sea de mucho peso, creo que el de un cortesano tiene en esta materia mayor valor. :Mi opinión es que nin– gún buen cristiano debe ir a los bailes». El Patronato de Protección de la Mujer en su Informe Oficial del año 1943 dice: «Los expedientes de muchachas corrompidas demuestran que para un gran número de ellas los bailes públicos son lugares de reducción y mercado dP menores». Y el Comisario del Distrito del Centro de Madrid consultado en aquella focha por dicha institución dió estP informe: «Las mujeres que acuden a los salones de fiestas procuran no destacarse, pero es indudable que buscan el acercamiento de los hombres y no nos engañamos en decir que dichos centros constituyen magníficas escuelas de Yicio extendidos a todas clases sociales, muy particularmente de ln clase media para arriba, ya que todas esas salas son caras y es preciso dinero para frecuentarlas». «El baile de etiqueta como lo exige hoy la sociedad es vestíbulo de casa pública», dijo hace algún tiempo un hom– bre sincero, el Vizconde de Brieux Saint Laurent. No se pue– de consiguientemente dudar ante tales testimonios que los intentos insistentes de muchos por legalizar y dar carta de 292
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