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nas estún ya en el infierno. A V. la salvó el escapulario y el rosario que había rezado. Visible algunas veces, invisible siempre, el demonio es el rey del salón de baile. Las jóvenes pensarán que no, por la suprema razón de que no les conviene que lo sPa, pues. si lo fuera, se verían forzadas a alejarsP, lo que no están dis– puestas a hacer. Las jóvenes seguirún yendo al baile porque les gusta y porque en Pl baile tienen puestas sus ilusione, muy queridas, pero, ¿no habrá alguna razón ~uperior a esos intereses o gustos que se lo prohiba? El baile tienP muy fea historia. Las bailarinas Pn la a11- tigüPclad fupron consideradas como mujeres infames. Ya el Sdo. Libro del Eclesiústico dicP: «No frecuentps el trnto rnll bailarinas no sea que perezcas presa de sus seducciones,,. Y antes el gran Homern habló de las abominaciones y adulte– rios incubados en los bailes. El Senado de Roma hajo Tibe rio expulsó de la gran ciudad a los bailarines por enemigo~ y corruptores de la patria. Asistiendo el austero Catón a las fiestas Floralias fu6 pronto visto por el público lamentando que su presencia im– pediría a las bailarinas ejecutar todas sus danzas y Catón enterándose se ausentó. Para vergüenza ele las bailarinas está el recuerdo <le Sa– lomé, de aquella muchacha guapa, artista, emotiva qrn\ se llevaba de calle a los hombres, incluso a los reyes, pero que con sus bailes mató al profeta más santo. l\fo atrevo a afir– mar, sin embargo, que el 80 por ciento de las jóvenes «pia– dosas» que hoy frecuentan las salas de haile. darían cual 2!J1
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