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obligada y constante en la sociedad. No es sólo, claro estú, el cine el culpable, pero es una de las causas mús eficaces y frecuentes. Es un hecho observado que las personas normales que no van al cinP, cuando alguna vez lo presencian, encuentran en él mús defectos morales y más acusados que otras acostum– brados a su asistencia, aun cuando sean piadosas. Prueba de que el cine destruye la delicadeza de sentimientos. Ni cristiana ni pedagógicamente es conveniente a la ju– ventud el cine. La frecuencia asidua marcará una impronta casi infaliblemente en su alma. El cine es un peligro real; ni la frecuencia, pues, ni la asistencia sin control son justi– ficables. Y si el cine es un peligro y no pocas veces grave, PS imprudente P ilícito asistir a él sin conocer antes su clasi– ficación moral. La Iglesia publica una escala clasificadora de la moral de las películas. Todas las jóvenes la conocen, pocas la siguen habitualmente. Sin embargo, los moralistas estún unánimes en afirmar que la asistencia ordinaria al cine sin preocuparse nunca de mirar la censura emanada de la autoridad eclesi{1s– tica. constituye de suyo falta grave. En seguir o no las normas de la Iglesia sobre la moral de las películas hay dos cosas distintas: la obediencia a la auto– ridad sagrada y el peligro moral que la película puede oca– sionar en la persona que la ve. El que no acepta la clasifica– ción de la Iglesia, la desobedece en asunto muy delicado y de suyo grave. La Iglesia ha tenido sumo interés en que se creasen juntas eclesiásticas clasificadoras de la moral de las
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