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La respuesta es clara y expontánea si la pedimos a los hombres: diversión, dicen los mundanos; mortificación, res– ponden los perfectos. ¿Es que no podemos divntirnos?, ex– claman con angustia muchas jóvenes cuando se les habLi ele contención. Y yo respondo a sus impaciencias: sí y no. En plan de perfección con muy poca diversión basta, tal vez con ninguna. Los hombres superiores podrían aplicar a la diversión lo que solía dPcir el filósofo Epicuro, aludiendo a su suficiencia vital: «me bastan pocos, me basta uno, me basta ninguno». Sin Pmbargo, la diversión es lícita, y para la masa hu– mana se puede decir necesaria, pero la diversión hay que en– tenderla en un sentido recto. Divertirse para expansionar las pasiones, para liberar las fuerzas de perdición, nunca. ni aun siquiera es moralmente lícita la diversión como fin; esto es, sin una orientación hacia otros objetivos superiores. La ley cristiana de la diversión es ésta: divertirse tanto cuan– to sea conveniente para cumplir el deber. Ni la diversión ni el gozo son objetivos propios de la existencia del hombre en la tierra, al hombre le ha puesto Dios en el mundo para conquistar un gozo sumo, pero, fu– turo, gozo que se alcanza más y mejor expiendo pecados y siguiendo a Cristo con la Cruz que complaciendo los senti– dos y las inclinaciones ele la naturaleza.
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