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Jer no la defenderá, le es muy duro no robarla. He observa– do que el hombre no sabe o no quiere o tal vez no puedP contentarse con admirar la belleza femenina. La mús segu-– ra defensa del tesoro, no ofrecerlo. El hombre entiende que se le ofrece cuando intencionadamente se le presenta, se le obliga a fijar su mente o su vista en él. Se podní c>quivocar alguna vez, pero el hombre entenderá pronto que la joven incitante en palabras o actitudes, quP delilwradamente hacE' resaltar más de lo normal el cuerpo y sobre todo ciertas for– mas del mismo, está diciendo al hombre que recibiría gusto sa el acercamiento, que no n.'sistiría a la voluntad del hom– bre. Ante esta invitación desvergonzada y pasional serán po– cos los valientes que vuelvan la cabeza y se rPtiren. La, jóvenes que exploten egoístamente esos recursos prohibidos tendrán sin duela muchos pretendientes pero para Pllas P1 hombre no será otra cosa que tentación y pecado. El amor nace y se acrecienta poco a poco; la pas10n ele repente. El «flechazo» es pasión. El hombre que se mani– fiesta pronto efervescente, da claras sPüales de que no arna. de que le avasalla la pasión. El hombre que ha contemplado a una muJer en baüador. se ha casi incapacitado para amarla; la violencia de las irnú– genes y la sensibilidad sobreescitada ahogarán el brote del amor. La mujer en traje de baüo es muy poco amable, tal vez nada; en cambio es objeto vivísimo ele sensualidad. Hoy los hombres aman poco y tarde. La causa la tienen en muchos casos las mujeres: la inmodestia en el Yestir, los salones de baile, hervideros de pasión y asfixia del amor, las confianzas y libertades que dan a los chicos, impiden que Pl 201

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