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El hombre, en las relaciones amorosas con la mujer, es atrozmente egoista, quiere demasiado para sí a la mujer y se da muy tardíamente; de aquí las frecuentes exigencias atentadoras a la dignidad femenina. El hombre estú aboca– do constantemente por su naturaleza a buscar en la mujer un mero objeto pasional. Esta condición no refrenada ni rec– tificada termina, no raras veces, una vez casado el hombre, en el adulterio. No forje la Juventud femenina demasiadas ni prontas ilusiones con la fidelidad y el amor de los hom– bres; van quedando pocos caballeros en el mundo. El hombre suele cansarse pronto de amar a la mujer, su– puesto que llegue a amarla, porque hoy son muchos los que van al matrimonio arrastrados por la pasión más que por el amor. Sentir no es amar. En el hombre el amor es meno, serio que en la mujer, tiene mucho de aventura pasajera. Complementa más el hombre a la mujer que la mujer al hombre, por esto lo busca con más afán y lo pierde con ma– yor pena. El triunfo momentáneo, fugaz, sobre el hombre, lo encuen– tra la mujer sin esfuerzo en los atractivos de su cuerpo. Cual– quiera joven desenvuelta con una pequefia dosis de picardía lo alcanza; lo trabajoso y honroso para una mujer es mer<'· cer el amor auténtico y duradero de un hombre superior. Este no se conquista con sólo la belleza por grande que sea. Yo conozco a mujeres deslumbrantes de las que están has– tiados sus maridos. La perennidad del amor la consigue la mujer por sus dotes y valores espirituales más que por la pasión. Sostener la pasión de un hombre mucho tiempo, sobre 196

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