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tido de mujer, pues es abominable ante Dios el que esto hace» (Deut. 22, 5) . La teología moral enseña que vestir ropas de sexo con– trario constituye de suyo pecado venial que puede conver– tirse en mortal por causa del escándalo y de la tentación que suscite. Ante la naturaleza del hombre la mujer en pantalo– nes lleva la puerta del pecado abierta. Por esto resulta tan escandaloso e incitante. Basta observar las miradas de cier– tos hombres y oír sus comentarios al pasar por su lado una joven en esas condiciones. Lo que pensarían las mujeres viendo a un hombre pa– sear por la calle en vestido de mujer, es lo mismo poco más o menos que lo que sospechan los hombres de la mujer en pantalones, con el agravante de que en ésta el mal se mani– fiesta más provocativo y feo. «No se puede observar la castidad donde no hay distin– ción de sexos», dijo el gran Padre de la Iglesia San Ambro– sio. En todos los pueblos se ha tenido como signo de perver– sión y ocasión de inmoralidad social el vestir en contrarie– dad con el propio sexo. «La mujer mudando el vestido pierde el pudor», dijo el pagano Herodoto. «El trajearse de hom– bre la mujer no se hace, exceptuando algún caso, sin pecadü mortal por parte de la mujer», escribió hablando de su tiem– po el Maestro de los moralistas, San Alfonso de Ligorio. De hecho, la joven moderna, al menos en Espafrn, hoy no viste públicamente de pantalones por motivos razonables m sano,. fuera de algún caso particular. Tan contrario es el sentir de la Iglesia al cambio de ves– tido propio en la mujer que hasta el deporte que exija a la 132

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