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16 P. DAVID DE LA CALZADA No cabe duda de que nuestro cuerpo es una máquina maravillosa, hecha de barro y construida por el supremo Artífice, con la colaboración de nuestros progenitores. Los hombres más sabios de la tierra han podido construir ja– más una máquina semejante. Nuestro cuerpo, obra maes– tra en su género, lleva la firma de Dios; una D mayúscula en las mismas interioridades de su ser. Nadie puede discu– tirle su valor y excelencia. El soplo misterioso de la vida que anima el cuerpo hu– mano y pone en movimiento esa máquina maravillosa, también tiene su valor. Es mejor ser, que no ser. Es mejor vivir, que estar inerte o muerto. "La vida es muy amable", -suele decirse. Y cuando advertimos la proximidad de la muerte, todos sentimos horror a ese fantasma, y conside– ramos como la mayor desgracia perder la vida. Y, aunque los dolores y sufrimientos se hayan cebado en nuestro cuerpo, y aunque la ancianidad nos haya llenado de acha– ques, todos deseamos vivir todavía más ... " "Un día más" ... "Un año más", -pide el enfermo desahuciado en las mis– mas puertas de la muerte. Y se agarra desesperadamente a la vida que se le escapa. Los sentidos son un regalo precio3o del Señor, que los ha instalado en los puntos más estratégicos de nuestro cuerpo, para ponernos en comunicación con el mundo que nos rodea. El solo emplazamiento de los sentidos, canta maravillosamente la sabiduría y la providencia de Dios. Los sentidos son unas antenas que el alma despliega al exte– rior para captar los mensajes del mundo sensible. Cada uno de ellos es una auténtica maravilla, que lleva tam– bién la firma de Dios. ¡La salud! ¿ Cómo ponderar la excelencia de este don ex– celso de la salud? ¡Que la máquina del organismo marche perfectamente bien! ¡Que funcione sin averías durante años y años! ¡Que apenas conozcamos el dolor físico, por– que el intestino, el estómago, los pulmones, el corazón, los nervios funcionan con toda regularidad! Esto es la salud... Lo triste es que no se valora cuando se disfruta, ni por ella se dan gracias a Dios. En ello vemos algo natural, a lo que nos imaginamos tener derecho. Las gentes suelen de– cir que sólo se aprecia cuando se pierde. Entonces, cuando sobrevienen la enfermedad y el dolor, es cuando nos damos cuenta de lo que teníamos sin apreciarlo. Y entonces es
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