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RADIOGRAFÍA DE LA FRIVOLIDAD 53 Pero hay cosas que no se pueden olvidar, sobre todo en estos trances. Alguien ha recordado, a propósito de este si– lencio de muerte, impuesto a la campanita del convento de Villarrobledo, que en fechas jubilosas para aquella pobla– ción y para toda la patria, también se asoció a la alegría general, volteando loca en las alturas. Así, por ejemplo, cuando, al finalizar la guerra de liberación, solemnizó el triunfo de las armas nacionales . Quizá se imaginaron las monjitas que esto podría ser como un prenuncio de poder seguir sonando indefinidamente en los días tranquilos de la paz... Ahora la campanita ha recibido una jubilación nada hon– rosa. Se hacía molesta a la frivolidad de muchos, y se la ha hecho callar para siempre... Recordaba demasiado a los hombres lo que ellos están empeñados en olvidar... Pero, ¿a qué traer a cuento ahora esta campanita del convento de Villarrobledo? Mucho antes que a ésta, se ha hecho enmudecer a miles de campanas asomadas a lo alto de las torres de millares de templos diseminados entre el caserío de nuestras ciudades o por los ámbitos de la patria. ¡Cuántas campanas, que antes sonaban alegres y vocingle– ras, o graves y dolientes, se han quedado mudas, por impo– sición de la frivolidad de los hombres de hoy! ... Estamos en la edad de los ruidos. Ruido de bocinas, rui– do del tráfico rodado, ruido de motores, ruido de fábricas y talleres, ruido trepidante y enloquecedor de la música nue– va que crispa los nervios mejor templados. Pero, en la edad de los ruidos, parece que el único que molesta a los hom– bres de hoy es el de las campanas... Muchos, mirando de reojo a las alturas, dicen con sa– ña mal reprimida: "Los sermones, en la Iglesia. ¡Que se ca– llen esos predicadores escapados del púlpito y subidos a las torres para hablarnos de religión, de piedad y del más allá... ¡No nos dejan dormir! ¡No nos dejan disfrutar tran– quilamente de la vida!... ¡Vienen a aguar nuestras fies– tas!... ¡Que se callen! ¡Que se callen!. .. " Y las campanas se han callado, en muchos sitios, para siempre... Pero Dios, en el misericordioso asedio de su amor a los corazones de los hombres, les ha metido otro predica– dor en la conciencia al que nunca podrán imponer silencio. Ese predicador se llama remordimiento... Se cuenta de Carrier, uno de los más desalmados revo-

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