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RADIOGRAFÍA DE LA FRIVOLIDAD 41 so a leer. Como no viera, buscó los anteojos. Registró un bolsillo. Luego el otro bolsillo. Todo sin resultado. El buen hombre llegó a temer que los hubiera perdido, o que se los hubiera limpiado algún ratero. Por fin, su pequeña, dán– dose cuenta del conflicto del papá, recoge tranquila los an– teojos del asiento y amablemente se los presenta sin decir palabra. El sabio se da cuenta de que aquellos son sus anteojos; pero no se fija en quien se los ofrece. Y vuelto amablemen– te a la niña, le dice: "¡Ah! ¡Mil gracias, pequeña!. .. ¿Cómo te llamas?" -"Anita Mommsem, papá", -le contesta la niña con una sonrisa maliciosa. Se ve que no era la primera vez que tenía que recordar su paternidad al despistado papaíto. Pe– ro era un sabio, y había que perdonarle... Sería muy lamentable que nosotros, encandilados por las cosas vanales y efímeras de la tierra, no encontráramos tiempo para centrar nuestra atención en las importantísi– mas verdades de la fe con repercusión en el más allá. . Los ángeles nos mirarían con pena, viendo en nosotros a los atolondrados del mundo. Y los demonios, con regocijo, por– que nuestra frívola inconsciencia sería la tela de araña con que ellos nos enredaran para impedir nuestra reacción y vuelta a Dios. En el caso que acabamos de referir, fue el padre quien no conoció a su hija que le prestaba un servicio. En el nues– tro, son muchos los hijos que no paran su atención en su Padre celestial, que les alarga, no unas gafas, sino los mis– mos ojos para ver. Les pone los ojos en la cara, y no son capaces de reconocerle ... La excesiva especialización puede dar un conocimiento claro de una parte concreta; pero quizá nos deje en la igno– rancia del conjunto. El Dr. Santiago Loren nos refiere en uno de sus libros una curiosa parábola, la parábola del elefante. Era una aldea en la que todos sus habitantes eran ciegos. A ella llegó cierto día un elefante. Corrió la voz, y los al– deanos, con gran curiosidad se acercaron a la inmensa mole para enterarse, a su modo, de lo que era aquello. Uno palpó la trompa, otro su interminable costado, otro inspeccionó las orejas, y hasta uno de ellos se atrevió a en– caramarse en el lomo.
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