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RADIOGRAFÍA DE LA FRIVOLIDAD 31 ciar los valores espirituales y eternos, y valorizar los tem– porales y materiales. En este caso, nuestros enemigos ha– brán conseguido narcotizar, idiotizar, materializar, adorme– cer al rey de lo creado, anulando en nosotros el ejercicio de la fe, de la inteligencia y de la reflexión... Bacón dejó escrito: "Poca filosofía aparta de la religión; mucha filosofía conduce a ella". Donde él pone filosofía, pongamos nosotros fe y reflexión, y saquemos la misma con– secuencia. Por eso se ha dicho que la pirueta, el disparate, el absurdo y el ridículo, han pasado holgadamente por la puerta ancha de todas las épocas, con tal de llegar disfraza– dos del último grito de la moda. Tomad a un hombre del mundo y haced un análisis a fondo de sus ideas y apreciaciones. Después tomad a un santo, y haced lo mismo con él. Las ideas y apreciaciones del hombre del mundo son muy diferentes y, en muchos casos, diametralmente opuestas a las ideas y apreciaciones del santo. Y si miramos las obras, la vida de uno y otro, apreciamos también ese antagonismo irreconciliable. ¿Será posible que sean acertadas las ideas, apreciaciones y hechos del hombre del mundo, y las del santo? Imposible. Do., cosa'" contradictoria,;, no puede1. ser acertadas ambas. Luego hemos de deducir que aquí hay por lo menos un equivocado. ¿Será el santo? De ninguna manera. El santo piensa y obra según principios de fe, y las verdades de la fe son reveladas por Dios. El santo, pensando y obrando según esos principios, no puede engañarse, ni en sus apre– ciaciones, ni en su conducta. De donde deducimos que el engañado necesariamente tiene que ser el otro, el hombre del mundo, que prescinde de las verdades reveladas, y to– ma por guías y consejeros a los sentidos, a la pasión, al am– biente mundano. Visitaba no hace mucho un sabio religioso el convento franciscano de El PaLwcr,r, en b 1 )rovincia ele Cáceres. Este es, sin duda, el convento más pequeño y austero del mun– do, fundado hace cuatro siglos por aquel campeón de la pe– nitencia que fue San Pedro de Alcántara. Al contemplar aquella pequeñez, aquella pobreza, aque– lla austeridad increíble, el sabio religioso queda un mo– mento pensativo y exclama: "Pero, ¡bueno! Aquí, ¿quién es el equivocado, éste, o nosotros? Y aquella pregunta no obtuvo contestación entre los que le acompañaban. Quizá,

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