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306 P. DAVID DE LA CALZADA la misma carne mortal a cuestas, se habían elevado a la perfección, viviendo como ángeles sobre el cieno de este mundo. Y terminaba por decirse a sí mismo: "Lo que estos y estas fueron capaces de hacer, ¿por qué no lo podré ha– cer también yo?" Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! Como que hoy en imagen se muestra también como modelo a los cristia– nos que luchan, colocado en los nichos de los altares. También tenemos ejemplo en los Papas y Obispos. To– dos eligen su escudo de armas, y en él escriben un lema que condense el ideal de sus vidas. El escudo tiene algo de cas– trense, de lucha, de guerra. El lema es como un esquemá– tico programa de vida, diríamos, de táctica de combate. No se precisa menos para triunfar en esta batalla contra nues– tras pasiones y egoísmos, que es la batalla más difícil de las que tenemos que reñir en la vida. Nosotros, como cristianos, ya elegimos nuestro escudo y nuestro lema: El servicio de Cristo, la santidad. Lo elegi– mos en el Bautismo; lo reafirmamos en la Confirmación. Ahora sólo resta por nuestra parte, una inquebrantable lealtad a lo prometido, estimulándonos con el ejemplo glo– rioso de nuestro capitán Jesús, de nuestra madre la Virgen y de nuestros hermanos los santos. Otro formidable estímulo, que podrá poner en juego to– das nuestras energías en pos de nuestro ideal, suavizando sus dificultades y asperezas, es la dulce esperanza del pre– mio inenarrable del cielo. ¡Un cielo y una eternidad! Este es el galardón de Dios a los que le sirven hasta el fin. Este es el trofeo de los triun– fadores. Es triste; aquí en el mundo lo·, hombres se sienten ca– paces de los más arduos trabajo,; ;;,· sacrificios, por un suel– do, que siempre resulta insignificante, y que se gasta de– masiado pronto. ¡Y casi nadie c;e mueve a practicar la vir– tud, ante la grandeza del premio que Dios promete a los que le sirven, y que incluye un cielo de goces inenarrables para toda una eternidad. O no nos fiamos de Dios, pensando que todo es un cuen– to, o ignoramos u olvidamos la grandeza de la recompensa. ¡Somor, unos pobres idiotas, más dignos de compasión que los que están en el manicomio! Yo bien sé que, si Dios nos dejara ver, aunque sólo fue– ra por un agujerito, ese cielo que nos promete, presas de

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