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1'. DAVIll DE LA CALZADA sicos, pintores. Soñaron en la Patria y fueron héroes... So– ñaron en Dios, y fueron santos... El que no tiene ideal fijo, lejos de ser útil a la sociedad, se convierte en un ser perezoso y nocivo. El que sabe so– ñar es como la abeja, que liba el polen de las flores, para convertirlo en cera y miel". (C. Botet). Pero estamos escribiendo preferentemente para cristia– nos, y es preciso concretar. Nuestro ideal de tales no pue– de ser otro que el mejor servicio de Dios. Para eso nos ha puesto Dios en el mundo. Sirviéndole, caminaremos, sin más, hacia la patria eterna, meta y destino de nuestra vida, donde nos espera por galardón la eterna felicidad. ¡El mejor servicio de Dios!... Idea grande, noble y san– ta, de la que debemos enamorarnos y levantar en alto, co– mo lema y bandera de nuestra vida ... Idea que debemos en– tronizar con todos los honores en nuestro cerebro y cora– zón, y ante la cual debemos montar una guardia sin rele– vo. Idea que debe ir sentada al volante de nuestra vida, para regir nuestros actos y conducirnos a la perfección y, por ella, a la gloria. Cristo en su Evangelio tiene unas palabras desconcer– tantes, al invitarnos a la perfección. Nos propone como mo– delo, nada menos que la misma perfección del Padre: "Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto". Pero, ¿es posible que nosotros podamos llegar a la perfección del Padre? ¿No es ella infinita, y nosotros pobres y limitados? De sobra lo sabe Cristo. Pero nos propone ese ideal sublime para que nos esforcemos por llegar a imitarle en lo que es dado a la humana naturaleza, ayudada por la gracia; ¡que no es poco! Y, cuanto más alto apuntemos, aunque no lle– guemos al blanco, más altos quedaremos. Miremos siempre hacia arriba, hacia la cumbre... No estamos solos, abandonados a nuestra indigencia. J esucris– to es nuestro cirineo en esta penosa ascensión... Con su poderosa ayuda, podremos, como El, por la cruz, llegar a la eterna luz... La vida del cristiano no debe ser como la efímera del cohete de la fiesta verbenera que, impulsado por la pólvo– ra, sube a las alturas, pega un ruidoso estampido, con el cuál él mismo se autodestruye, y cae deshecho al suelo. No debe ser tampoco como el surtidor cristalino de la fuente

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