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296 P. DAVID DE LA GALZADA de Cristo, en la más estricta observancia de sus mandatos. Y podemos alentarnos siempre con la dulce esperanza de la recompensa prometida: La de la eterna felicidad. Dios podría exigirnos su servicio sin prometernos re– compensa alguna. Dios podría habernos asignado una re– compensa temporal, equiparada al tiempo de nuestro ser– vicio. Por ejemplo, por veinte años de servicio, veinte años de recompensa, y vuelta a empezar. Pero Dios ha sido tan bueno, tan espléndido, que por los pequeños servicios de nuestra corta vida, nos promete una gloria inenarrable y eterna. Cada obra buena que ha– gamos, y que quizá no ha durado su ejecución más de un segundo, nos la estará pagando en el cielo por toda una eternidad. Así es Dios. Razón de más para servirle con el mayor esmero a todo lo largo de nuestra efímera vida, sabiendo que nada que– dará sin recompensa de lo que hiciéremos en su servicio. Dios es el mejor pagador del mundo. Creamos y confiemos; nuestra esperanza no quedará confundida. Es triste que, ante esta perspectiva maravillosa de tan asequible conquista de la felicidad para siempre, el mundo se olvide de todo esto, y prefiera atenerse sólo a lo mate– terial y caduco, al mejor estilo de Sancho Panza. Sí; el mundo está lleno de Sanchos. Sanchos Panza, San– chos Pérez o Sanchos López; pero Sanchos. Los Quijotes del espíritu están desterrados de la sociedad por ilusos, y condenados al fracaso. El Sancho de ayer viajaba en pollino, con las alforjas bien repletas de suculentas viandas. Los de hoy lo hacen en automóviles último modelo o en aviones supersónicos, con la cartera bien repleta de billetes de banco. El de ayer se preocupaba por el pienso del rucio; los de hoy nos preo– cupamos por el carbón, la electricidad y la gasolina. La dis– posición de ánimo es idéntica; sólo han cambiado los obje– tos, sustituídos por el progreso. No Sanchos, sino Quijotes; pero Quijotes a lo divino. No fundados en vanas ilusiones fabricadas en nuestro cerebro; sino en inefables realidades reveladas por Dios. El cristia– no debe ser un hombre con los pies en la tierra; pero con un ideal que sea capaz de elevarle a las mayores alturas. "No basta con festejar aniversarios gloriosos, -escribía Colombine-; es preciso hacer crear otros nuevos". Y nos-

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