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CAPITULO XXVI FIRMES Y EN MARCHA TRAS EL IDEAL .. . Recuerdo ahora un cuentecillo que oí contar más de una vez por esos mundos de Dios. Un forastero llega por vez primera a un pueblo y pre- gunta: -¿Aquí hay sacerdote? -Le hay, -le contestan. -¿Se celebra a diario la Santa Misa? -Sí, señor; todos los días hacia las nueve de la mañana. -Entonces, ¿por qué no suenan las campanas? -Le diré a usted; las campanas no suenan aquí por cua- tro razones. La primera, porque no las hay. La segunda... -¡Eh, basta!, -le replica el forastero. Si no hay cam– panas, sobran las otras tres razones... Hemos repetido ya en otras partes con San Ignacio, que el hombre viene al mundo "para alabar, hacer reverencia y servir a Nuestro Señor, y, mediante esto, salvar el alma". Sin embargo, la mayor parte de los hombres que se mueven por el mundo, no alaban a Dios ni le reverencian ni le sirven. Le tienen "marginado", como dicen ahora. Y podríamos preguntar: ¿Por qué este olvido de Dios7 ¿Por qué los hombres no le alaban ni le reverencian ni le sirven? En otras palabras: ¿Por qué no suenan las campa– nas del mundo en su honor? Los observadores del fenóme– no religioso podrán idear muchas explicaciones del hecho inexplicable. Lo que nunca podrán aducirnos es la falsa ra– zón de que no suenan las campanas porque no las hay... Las hay, y muy sonoras... El hombre dispone de la cam– pana de la lengua, con la que puede cantar a Dios y conse– guir, por el apostolado, que los demás le canten. Dispone de la campana del entendimiento, con el que puede decir "amén" a las verdades que Dios le revela. Y, colgada del pecho, tiene la campana del corazón, la más hermosa y sonora de todas, que puede cantar todos los días su bella canción de amores a Dios y a los hombres nuestros her– manos. El hombre dispone del tiempo de su vida para interpre-

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