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282 P. DAVII> DE LA CA.t.ZAD.A divinas claridades. Este muro de carne corruptible se in– terpone entre Dios y nosotros, y nos impide verle y gozarle de lleno. Pero aquí, como un perfume de su presencia en nosotros, nos dejará ese inefable atisbo de felicidad que al alma proporciona la conciencia del deber cumplido, de la obra buena llevada a efecto. Aquí, trabajar honradamente en el mejor servicio de Dios; la felicidad plena vendrá después cuando, rotas las ligaduras de la carne, el alma vuele hacia su eterno des– tino. No olvidemos los versos de Rubén: "Trabajar aquí en la tierra, -y adorar allá en el cielo". ¡El cielo! ¡El cielo! Ese es el reino de la cumplida feli– cidad. Allí Dios será plenamente nuestro "pan de vida", que definitivamente sacie el hambre y la sed de nuestro co– razón, que tantas veces quedó burlado con las tristes expe– riencias de la vida... Oigamos al poeta del campo charro: "Dios había hecho el mundo con todas las grandezas que tenía por amor a los hombres solamente. Un amor tan inmenso, tan profundo, que, sobre el mundo que creado había, pidió cosa más bella, no fugaz como aquél, no transitoria. ¡ Y creó Dios la gloria tan sólo porque el hombre fuera a ella! ¡En ella estaba Dios, de bondad lleno, y había que adorarle por ser bueno!" Es curiosa aquella receta de un libro viejo, para conse– guir la felicidad, cronometrada en horas de reloj u hojas de calendario. Esa pequeña, mezquina felicidad, que no puede servir más que de breve entretenimiento a los ilusos mor– tales: "¿ Quieres ser feliz durante un día? Cómprate un ves– tido nuevo. ¿Durante una semana? Mata un cerdo. ¿Durante un mes? Gana un pleito. ¿Durante un año? Cásate. ¿Durante toda tu vida? Sé hombre honrado. Hasta aquí, lo transitorio; pero ahora viene lo definitivo: "¿Quieres ser feliz durante toda la eternidad? Sé buen cristiano".

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