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278 P. DAVID Dll: LA CALZADA ¡Tú tienes que morir! ¡Yo soy eterno! Y, en fin, mole dormida, aunque sintieras, como yo, la vida, me envidiaras sin duda, porque yo sé cantar, y tú eres muda". Después de leer estos versos, nos sentimos precisados a exclamar: ¡Qué pequeña es la enorme montaña, y qué gran– de el hombre diminuto! Pero si a ese hombre lo suponemos cristiano, en pose– sión de la fe, y adornado con la gracia santificante, su esta– tura se agiganta a nuestros ojos, y, aunque con sus pies fi– jos en la tierra, nos imaginamos su frente tocando f:l cie– lo. ¡Qué grande es el cristiano en gracia de Dios! Esta es la verdadera grandeza. Esta es la aristocracia más acriso– lada. San Pablo escribe a los fieles de Efeso: "Un tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Se– ñor. Caminad como hijos que sois de la luz. Los frutos de la luz consisten en todo lo que es bondad, justicia y verdad". (V, 8-9). ¡Grandeza del hombre en gracia! Hijo adoptivo de Dios, heredero del cielo, templo de la augusta Trinidad, destina– do a la gloria eterna, alimentado con la carne de Dios, es– coltado por un príncipe de la corte de los cielos ... II.-Pero todo esto es pura gracia de Dios. Apartado, prescindiendo de Dios, ese hombre se convierte en una mi– seria ambulante, en nada. Dios es el todo para el hombre. Dios le creó, Dios le conserva en el ser, y sólo en Dios pue– de apoyarse su futuro. Si Dios le dejara un instante de su mano, el hombre caería en los abismos insondables de la nada. El gran escritor ascético P. Nieremberg, tiene una pági– na maravillosa a este propósito. Vale la pena transcribir– la aquí: "Y si a algunas cosas la particularidad da mayor esti– ma que su perfección, y a otras muy excelentes su multi– tud envilece, donde no hay más que un Dios, y éste tan in– menso, ¿en qué aprecio le hemos de tener? ¿Qué amor y reverencia le pueden bastar? Porque si le perdemos, ¿dón-
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