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26! P. DAVID DE LA CALZADA pre, a cada paso, ni más ni menos que lo que manda la Ley. La norma suprema de nuestra conducta no ha de ser lo que nos dicte el mundo, enemigo del alma y condenado por Cristo, sino lo que nos dicte Dios. Ninguna costumbre o am– biente puede derogar la más mínima prescripción del De– cálogo. Y el que lo contrario crea, está en la equivocación más lamentable. No es el mundo quien nos tiene que con– vertir a nosotros; somos nosotros los que tenemos que con– vertir al mundo. Para todo esto es imprescindible instruirse en religión. El Catecismo que estudiamos en la enseñanza primaria, no era sólo para el tiempo de la escuela, y menos para olvi– darlo más tarde. Precisamente después, de mayores, es cuando más falta nos hace para orientar nuestra mente y regir nuestra vida. Para formar una buena conciencia, prestan un servicio incalculable las lecturas de buenos libros, el escuchar la predicación sagrada, la compañía, amistad y trato con gen– tes religiosas y honradas a carta cabal, la meditación, el examen de conciencia y, sobre todo, la buena vida. El vicio engendra confusión; la virtud engendra claridad, diafani– dad mental. El hombre decente tendrá siempre ideas más precisas y exactas sobre la moralidad. Con la honradez y la decencia de vida, la virtud nos parecerá lo más justo y razonable del mundo. Es imprescindible la formación de la conciencia para combatir eficazmente la frivolidad. Y uno de los mejores medios de que podemos disponer para formar la concien– cia y, por tanto, para combatir la frivolidad, es elegir un buen director espiritual, y con él consultar todas las cosas de nuestra alma. Apoyo mi afirmación en las palabras atinadas de un cé– lebre escritor ascético: "Como ocurre que todos los casos de moralidad y de conciencia, en vez del carácter general de las leyes, revis– ten formas y aspectos individuales que los disimulan o com– plican o dificultan, y que uno mismo difícilmente es juez y director de sí mismo, el confesor, habituado a resolver ca– sos y enredos de todos los hombres, tiene una habilidad y acierto que difícilmente se pediría a los libros o a quienes no hacen estudio especial de las conciencias". Ni el médico más eminente se fía de su ciencia y expe-
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