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256 P. DAVID DE LA O:ALZADA Es la triste realidad. En Dios vivimos, nos movemos y somos. Su santa doctrina ha sonado mil veces en nuestros oídos; pero no nos hemos parado a reflexionar hondamente sobre ella, y la doctrina ha resbalado sobre nuestro cora– zón, como el agua sobre la piedra del río, sin penetrar dentro. Somos cristianos, y vivimos en pagano. Parece que no nos interesan las verdades de la fe. Las oímos a desgana, distraídamente, durante la misa del Domingo, y antes de salir de la iglesia ya las tenemos olvidadas. De aquí que no influyan para nada en el rumbo de nuestras vidas. En la calle son las máximas y falsos principios del mun– do los que imperan, y a ellos nos sometemos con vergonzo– sa sumisión borreguil. Por eso, al ver nuestra conducta en la calle, difícilmente se podría deducir de ella si somos cris– tianos o paganos. Meditación... Reflexión... Esto es lo que hoy necesita– mos los hombres. Y para ello, vivir un poco más despacio, con un poco más de calma y en un ambiente de menos rui– do... "Memento". "Acuérdate, hombre". Es decir, piensa, medita, reflexiona. Es la consigna de la Iglesia en el pórti– co de la cuaresma y en el transcurso de una de las ceremo– nias más impresionantes de la liturgia: La imposición de la ceniza en las frentes de los cristianos. Recuerda, piensa, reflexiona; porque el que no lo hace, no merece llamarse hombre, y menos cristiano. En medio de este vértigo de velocidad y ruido enloque– cido, ¿cuántos son los que hoy reflexionan en el mundo? Después de tantos siglos, todavía conservan una triste ac– tualidad, aquellas palabras del profeta Jeremías: "Está desolada la tierra toda, por no haber quien reca– pacite en su corazón". (XII, 11). Hay unas palabras en el Eclesiástico, que parecen una apremiante y cálida invitación a la búsqueda, la reflexión y el seguimiento de la verdadera sabiduría. Helas aquí: "Dichoso el hombre que medita la sabiduría y atiende a la inteligencia, que estudia en su corazón sus caminos e investiga sus secretos. Sale en pos de ella, como siguiéndo– le los pasos, y se pone en acecho en sus caminos; y mira por sus ventanas y escucha a sus puertas; vigila cerca de su casa y en sus muros fija las cuerdas de su tienda; plan– ta su tabernáculo junto a ella y habita en su buena mora-

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