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2.'í2 P. DAVID DE LA CALZADA ble, sencillo y bondadoso. Los desvelos por cuidar aquella llama, le habían convertido en un excelente cristiano. Esta leyenda nos ofrece un símil maravilloso de algo que ocurre en lo íntimo de las almas. En la luz de la fe de nuestros padres, encendemos también la nuestra cuando de ellos recibimos una cristiana educación. Pero esa luz de la fe, proyectada luego en obras de virtud, tenemos que llevar– la encedida a través del mundo hasta la patria lejana. Y allí, ante el trono del Señor, ya no podrá lucir nuestra fe, que será suplantada por la visión beatífica. Pero hará sus ve– ces la otra luz, la de la caridad, la del amor luciendo por eternidad de eternidades ante ese trono de Dios. Mas no podemos olvidar que en el mundo soplan vien– tos huracanados, y caen lluvias torrenciales de ideas adver– sas y costumbres paganizadas, y asedia la persecución y presionan las burlas. Todo conspirará para apagar la luz de nuestra fe y hundirnos en la abyección. Si luchamos denodadamente contra el mundo para de– fender nuestra luz, esos mismos esfuerzos insensiblemente nos irán transformando y santificando. Y al llegar la hora de la muerte, al cerrarse nuestros ojos a la luz de este mun– do, se apagará también la luz de nuestra fe, porque lo que creímos antes sin verlo, por que Dios así nos lo había reve– lado, comenzaremos a verlo con nuestros ojos atónitos en el reino de la eterna luz. En el cielo desaparecerán la fe y la esperanza, virtudes del destierro, para dar paso franco a la visión, a la posesión y al amor.
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