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236 P. DAVID DE LA CALZADA fumal de nuevi perras y andalmi de paseo, lo mesmo que los curas, lo mesmo que los médicos... Si yo juera bien rico jacía n'amás eso. ¡Que a mí n'amás me gusta que dali gusto al cuerpo!" Es triste; pero si en el mundo hubiera sinceridad, ]a mayor parte de los hombres pondría su firma por debajo de estos versos. En el placer de no hacer nada y comer a su gusto, cifran muchos insensatos su sueño de felicidad. Por eso se oye por ahí con demasiada frecuencia: "Si yo tuviera cuatro o cinco millones, ya no daba golpe en la vi– da". Son los desertores del trabajo, que creen que de esta ley de Dios pueden eximirnos unos cuantos millones en nuestra cuenta corriente. Ahora se explica perfectamente el programa epicúreo cien por cien de unos vividores que aparecen en nuestro teatro clásico. Estos se imaginaban encontrar su felicidad, sobre todo en la glotonería: "De nuestra vida gocemos en rato que la tenemos; dios a nuestro vientre hagamos; comamos, pues, y bebamos, que mañana moriremos". Este podría ser el slogan de la felicidad de un cerdito. Pero que esto digan y profesen seres racionales, y aun bau– tizados, esto es lo que no tiene explicación. El obispo americano Fulton J. Sheen, tiene unas pala– bras ingeniosas, que ya hemos citado en otra parte de este libro, pero que vienen muy bien a este propósito. Desde luego que no puedo citarlas más que en plan de humorada: "La mejor definición que se ha dado de un adulto es la siguiente: un adulto es el que ha dejado de crecer por los dos extremos, y ha empezado a crecer por la mitad". O sea que, en este caso, la adultez no se mediría por grados de sensatez, sino por kilos de carne. En este plan se equipararía a los hombres con las reses del matadero que
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