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r:,.DmGRAFÍA DE LA FRIVOLIDAD 221 flores, como este que habitamos? ¿Cuándo los hombres po– drán fabricar un hombre que piense y que ame, que ten– ga ilusiones y amores? Nuestras magníficas ciudades, con sus suntuosos edifi– cios y grandes parques y avenidas, llevan la firma de unos arquitectos y unos ingenieros. Los seres creados llevan la firma de Dios ... La creación hecha de la nada, el soplo misterioso de la vida, el prodigioso artificio del cuerpo humano, el milagro del alma espiritual con sus maravillosas facultades de in– teligencia, memoria y voluntad, sólo pueden ser obra de Dios, y a Dios predican y a Dios pregonan. "Los cielos cantan la gloria de Dios", -dice el salmo. Pero no solamente los altos cielos estrellados, constelacio– nes de mundos inconmensurables que interpretan la gran sinfonía de la creación. También cantan a Dios, pregonan a Dios el agua, la tierra, la flor, el pájaro, el aire, la luz y todas las cosas creadas. Pero, para verlas y escucharlas, hay que tener ojos claros, oídos atentos y silencio reflexi– vo. Así captaremos su mensaje, sin dejarnos aturdir por el estrépito del gran artificio humano que son las ciudades sin alma. ¡Oh inefable Francisco de Asís! ¡Quién pudiera ver la naturaleza con los ojos tan claros como tú, con los oídos tan finamente exquisitos como los tuyos! ¡Oh sensibilidad y ternura franciscanas frente a la naturaleza! Todas las cosas tienen su fin impuesto por el Creador al darles el ser. Ese fin último no puede ser otro que la glo– ria de ese mismo Creador. Ellas, por carecer de inteligen– cia, no pueden por sí mismas dirigirse a Dios, alabar a Dios. Su fin inmediato es servir al hombre. Y el hombre, a la vista de estos servicios, es el que tiene que poner en juego su inteligencia y su corazón, para dirigir esas criatu– ras al servicio y a la gloria del común Creador y Señor. En una palabra, las criaturas para el hombre, y el hom– bre con las criaturas para Dios. Dios ha de ser el último fin de los hombres y las criaturas. Poner el hombre su fin en las cosas creadas, sería de– gradarse, practicando una especie de idolatría, indigna de nuestra humana dignidad. La creatura, que es más peque– ña que nosotros, no puede ser nuestro fin; sino un medio

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