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ltADIOGRAFÍA DE LA FRIVOL!llAD 215 JU1c10s que pueden ocasionarnos, sobre todo en el campo de los primeros perjudicados seríamos nosotros. En principio, indiferencia absoluta frente a las cosas; después de una investigación a fondo, aprecio y uso de las que nos ayuden a servir a Dios y sólo en cuanto a ello nos ayuden, desprecio de aquellas otras que de ese servicio nos aparten, e indiferencia absoluta frente a aquéllas que, ni nos ayudan, ni nos apartan. Hoy podemos afirmar con dolor que la indiferencia res– pecto de las criaturas está ausente del mundo, y está au– sente de la mayor parte de los cristianos. Estamos en la época del confort. No pensamos más que en elevar el nivel de vida, fabricarnos una existencia más cómoda y grata, disminuyendo o eliminando todo dolor y acaparando todo placer. La frivolidad, el materialismo, el ansia desaforada de goce imperan en el mundo. Tenemos horror a la abnegación, a la mortificación, al sacrificio. La Cruz, bandera y símbolo de nuestra religión, ha venido a ser odiosa hasta para los cristianos. Quisiéra– mos un cristianismo sin Cruz, sin sacrificio, compatible con nuestro egoísmo y orgullo. Un cristianismo que nos diera un cielo en esta vida, aunque no nos ofreciera un cielo de verdad para la otra. De aquí que la indiferencia frente a las criaturas, en estas condiciones sea imposible. La frivolidad se nos sienta al volante del corazón, y éste se nos va febril hacia todo lo que nos proporcione una satisfacción sensible, y huye de todo aquello que pueda originarnos algún sacrificio, aunque detrás de él esté el cielo... Tristemente tenemos que decir que estamos viviendo la edad de oro de la frivolidad, que necesariamente tiene que coincidir con la edad de hierro de la espiritualidad. La vida cristiana tiene que ir cimentada en la abnega– ción y el sacrificio. Y esto exige autodonlinio para poder lle– gar a esa difícil ascética de la indiferencia ignaciana. Desgraciadamente en el mundo cristiano predomina, no la santa indiferencia frente a las criaturas, sino el aprecio o repudio de ellas, conforme a un criterio puramente natu– ral. Apreciamos aquello que nos proporciona un placer o beneficio sensible. Rupudiamos aquello que nos origina una humillación, un dolor o una incomodidad cualquiera. Parece como si no dispusiéramos, como hombres, de las
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