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190 P. DAVID DE LA CALZADA cho, y pensando en que su padre le está mirando, procura cumplir sus prescripciones lo mejor posible. Pero hay otros que, olvidados del agujerito del techo, y olvidados en absoluto de que su padre los está mirando, piensan que el estudiar es muy duro y aburrido, que es más divertido pasarse el día jugando... Y juegan y juegan... Y, no contentos con jugar, terminan por pegarse, por ensu– ciar el piso, romper los cristales de las ventanas, destrozar los muebles del salón. Han querido pasárselo bien, y han terminado en plan salvaje, dejándose llevar de sus ca– prichos. Y, en efecto, llega un momento en que aquella puerta cerrada se abre por primera vez, y aparece el padre con as– pecto severo, dispuesto a ajustar cuentas. Entonces los ni– ños interrumpen bruscamente sus juegos y salvajadas. ¡Y se acuerdan de que en el techo de la habitación había un agujerito, desde el cual les estaba observando su padre. "¿ Qué será de nosotros?", -se preguntan. He aquí una imagen exacta de lo que está ocurriendo en el mundo. El padre es Dios. Los hijos somos nosotros. El preceptor es la Santa Iglesia. La consigna del Padre, transmitida perennemente a nos– otros por la Iglesía, es la de servir a ese Padre todo el tiempo de nuestra vida en la fiel obediencia a sus Manda– mientos. Y para evitar nuestro abandono, se nos ha dicho que, sin que nosotros le veamos, Dios nos está viendo des– de el cielo. Y que al fin de la vida ha de pedirnos estrecha cuenta de nuestras obras, para premiarlas, si fueron bue– nas, o para castigarlas, si fueron malas. Y, ¿qué ha ocurrido en el mundo? Desgraciadamente algo muy parecido a lo ocurrido en aquel hogar con aque– llos pequeños. Unos, impresionados por lo que se nos ha dicho de nuestro Padre Dios, hemos echado una ojeada al agujerito de arriba y, conscientes de que Dios nos estaba mirando, hemos procurado cumplir su voluntad. Otros, olvidados del agujerito y de los mandatos de nuestro Padre Dios, neciamente hemos procurado, sobre todo, pasarlo bien y divertirnos en grande, a costa de esos divinos Mandamientos. Y, como nuestros intereses choca– ban a cada paso con los de otros, hemos reñido, hemos odiado, nos hemos pegado, y hasta nos hemos embarcado en guerras de inmensas proporciones, tras las cuales el
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