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INTRODUCCIÓN Quiero que este desmedrado producto de mi ingenio tenga unas cuantas cualidades que creo indispensables en el libro de un sacerdote: Que sea instructivo, que sea claro, que sea ameno y que sea moralizador. Se debe escribir, primeramente, para decir algo. Para que ese algo se reciba y se digiera, debe escribirse con claridad y ame– nidad. Y el fin último de la escritura, hacer a los hombres mejo– res. Si estos objetivos no se consiguen, será únicamente por mi torpeza; no por falta de intención. La claridad siempre ha constituido una obsesión en mí. Cuan– do hablo y cuando escribo, mi afán lo pongo en que me pueda entender, sin el menor esfuerzo mental, hasta el más rudo de de mis oyentes o de mis lectores. He procurado estudiar al natural la sicología de la gente in– culta y fijarme en aquellas formas que mejor entienden o más les interesan. De ahí, mi vieja costumbre al tcnniner mis predicaciones. Reú– no a los monagos en la sacristía y les pregunto: ¿Qué es lo que acabo de decir en el sermón? Al principio, casi ninguno recuer– da nada. Pero, reflexionando un poco, uno, de pronto, apunta una idea. El otro una comparación. El tercero un ejemplo o anéc– dota. Y, con frecuencia, entre cuatro o cinco monagos me re– componen el sermón. Cuando esto ocurre, quedo contento y satisfecho. No he per– dido el tiempo. La semilla ha llegado al campo. He logrado ha– cerme entender. He conseguido interesar a mi auditorio. Y como pienso que los mayores son otros niños, niños grandes, creo que lo que ha interesado a unos, ha interesado también a los otros. Porque, si los pequeños, más propensos a la distracción por su inquietud, me han atendido y entendido, con más razón los ma– yores, que son más reflexivos y menos inquietos. Pero cuando los monagos no me saben dar cuenta de nada, me pongo triste y pienso para mí: ¡Tiempo perdido/ No he te– nido la habilidad de poner las cosas claras. No he acertado a in– teresar a mi auditorio... Abomino de la exposición rebuscada, enigmática o excesiva– mente profunda, que no esté al alcance de todos, y procuraré huir de ella. Dejaré completamente al margen de mi libro el léxico postconciliar, tan traído y llevado hoy en publicaciones de tipo religioso. No por antipatía contra esos vocablos nuevos, sino por considerar que su significado aún no está al alcance del cristiano medio. Creo que no hay derecho a decir, con pala-
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