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RADIOGRAFÍA DE tA FRIVOLIDAD 117 Para todo esto hay una única contestación: Que los hombres pueden cambiar de ideas y apreciaciones en el campo moral y religioso. ¡Dios es el que no cambia nunca! Dios no está sujeto a cambios ni a engaños ni a errores. Pasarán los cielos y la tierra, pero no pasarán las palabras de Jesús. Y, al fin, El es el que nos ha de juzgar... Si, porque los hombres cambien, se imaginan que Dios va a cambiar también, han caído en un error lamentable, expuesto a las peores consecuencias. No le demos vueltas. Cristo habló para todos los siglos. Cuando El promulgó los divinos Mandamientos, no dijo que estarían vigentes y en todo su vigor hasta el año 1950 o hasta el Concilio Vaticano II. No prometió anularlos o ate– nuarlos en adelante, para acomodarlos al ambiente o a las costumbres de nuestro siglo. Los Mandamientos, queramos o no queramos, conservan hoy el mismo vigor y la misma fuerza obligatoria que ha– ce dos mil años, cuando salieron de labios del Señor. No quiero caer en la tozudez estúpida de negar que han cambiado muchas cosas, y que ello exige cierta adaptación por nuestra parte. El progreso técnico, la industrialización en gran escala, la aparición de nuevos sistemas económicos y sociales, etc ... , etc... Lo importante es saber en qué y hasta dónde ha de llegar esa adaptación... Pero en lo que yo insistiré una y mil veces es en que se ha dado excepcional importancia a esos cambios, y se han olvidado por completo cosas de enorme importancia que no han cambiado en absoluto, y otras que, no sólo no han cam– biado, sino que no pueden cambiar nunca. Los dogmas de nuestra fe, y entre ellos, los referentes a las verdades eternas, que por algo se llaman eternas, y el dogma de la infalibilidad del Papa en orden a nuestra enseñanza en materia de fe y costumbres. Hoy sólo hay un Papa infalible; y son millares los que, sin ser papas, quie– ren alzarse con el don de la infalibilidad para emitir doc– trinas, que con frecuencia se avienen mal con la fe. Pero hay otras cosas que no han cambiado: Esa carga enorme de egoísmos, de intereses, de orgullo, de hipocresía, de apetitos y de pasiones, que perduran en la infraestruc– tura humana como en el primer día de la historia, y que son, aun hoy, el motor de la mayor parte de las acciones de los hombres, a pesar de todo eso que dicen de la civiliza-
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