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1()4 P. DAVID DE LA CALZADA sólo porque el castillo va a tener una existencia un poco más larga que la flor del campo. ¿Y qué son siete u ocho siglos, que ese castillo puede resistir los embates del tiem– po y las injurias de lo:; hombres, al lado de la eternidad? Fabiola de Mora y Aragón era una sencilla dama de la aristocracia española. No era ya una niña; y quizá más de una vez tembló ante la perspectiva de quedarse sola en el mundo, sin conocer el amor. Pero, de pronto, un joven rey europeo pone sus ojos en ella, y comienza el idilio. El día en que la noticia salta a las páginas de los periódicos y a las antenas de las emi– soras, el mundo se conmueve, y le parece estar viviendo un cuento de las mil y una noches. Pero no era U!l se trataba de una realidad. Fa- biola de Mora y Aragón, del incógnito de su vida sencilla, iba a pasar a los ei;plendores de un trono; iba a ser la rei– na de los belgas ... ¿Por cuánto tiempo? He aquí el enigma. Pero podemos asegurarlo, sin temor a equivocaciones: Por menos de setenta años... La gloria del trono será mucha; pero el tiempo de su disfrute, demasiado poco ... Hay un trono infinitamente más encumbrado que el de Bélgica. Sus glorias mucho mayores. Y su duración, infini– ta; toda la eternidad... Ese trono es el del cielo ... Y... ¡algo sorprendente!; ese trono está al alcance de tu mano ... En él puedes tú reinar eternamente ... ¿No valdrá ese trono, sólo por ser eterno, más que todos los de la tierra juntos? Pues calibrad ahora la locura de tantos hombres que le co– tizan en nada, y que nada se molestan por conseguirlo... Una de las locuras incomprensibles para nosotros los católicos, es la que la historia nos refiere de Isabel de In– glaterra, hija de Enrique VIII. En su ansia desmedida de gloria y felicidad, se atrevió a pedirle a Dios cuarenta afios de reinado sobre el trono de Inglaterra. A cambio de eso renunciaba al cielo... Entonces los cuarenta afios le pa– recían una eternidad; la verdadera eternidad, la del cielo, le parecía una fábula ... Dios fue espléndido con ella. No le concedió cuarenta, sino cuarenta y cinco afios de reinado. ¡Cinco de propina! Pero todo aquello se acabó demasiado pronto; y ahora ha– ce ya más de trescientos cincuenta años que aquéllos cua– renta y cinco se hundieron en la eternidad... ¡Más de tres– cientos cincuenta afios quizá entre los horrores del infier-

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