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RADIOGRAFÍA DE LA FRIVOLIDAl> 103 El P. Nieremberg tiene una obra impresionante, hoy, por desgracia, muy poco leída, que lleva por título: "Dife– rencia entre lo temporal y lo eterno". Leyendo y meditan– do esa obra, se hace imposible la frivolidad. Son tales y tantos los argumentos y razones que allí se aducen en con– tra de la vida superficial y pecadora, que se necesitaría que fuéramos de cemento armado, para que el libro no hi– ciera un impacto profundo en nuestras almas. Pero ya he– mos dicho que ese libro y otros muchos por el estilo, hoy no se leen. Y hasta se recomienda que no se lean. ¡Y así nos luce el pelo! Ya hemos aludido en alguna ocasión a aquella máxima de los santos: "No tiene gran importancia, lo que no puede sostener su valor ante la eternidad". Y a aquella otra pre– gunta que los santos se hacían con frecuencia: "Y esto, ¿de qué me sirve a mí para la eternidad?" Sí; todo aquello que lleva el sello de la eternidad, tie– ne para los hombres una grandeza de excepción. Lo efíme– ro y fugaz, por muy excelente que sea, parece que pierde gran parte de su valor, al no ser eterno... Si el infierno aterroriza tanto a los hombres, no es tanto por la terribilidad de sus penas, cuanto por no tener fin. Si el cielo bien meditado, fascina tanto a los hombres, no es tanto por la grandeza de sus placeres, cuanto por ser eter– nos... Si la felicidad del cielo y los tormentos del infierno terminaran dentro de un millón de años, ni el cielo se coti– zaría tanto, ni se temería tanto el infierno. Bajaría uno en la escala de los valores, y el otro en la de los terrores. Comprendemos perfectamente la recomendación de San Gregario: "Si buscamos bienes, amemos los que tendremos sin fin; y si tememos los males, temamos los que los répro– bos sufrirán eternamente". La idea de la eternidad es algo que abruma y anonada... Ese "siempre, siempre" que gustaba de meditar Teresa de Jesús, es el coco de los frívolos. Tienen pánico a enfrentar– se con esa palabra, porque saben también que su vida su– perficial no podría sostenerse clavada la vista en la eter– nidad. Entre la flor de una primavera y el castillo roquero, que desde su altura ve resbalar sobre sus piedras los siglos, to– dos le damos más importancia a éste, aunque sea obra de los hombres, y aquélla, delicioso capricho de Dios. Y esto,

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