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«No se preocupe; goza de buena salud». Con lo que entendimos que se había ocupado de dejarle bien guardado. Durante el poco tiempo que estuvo en mi casa paraba muy poco en ella, y manifestándole nosotros el temor que teníamos por sus salidas, él nos contestaba diciendo que tenía que ir a confesar a distintas casas; y ese era el ministerio a que se consagraba mañana y tarde. Llegaba a casa a eso de las nueve de la noche, y yo me permitía r econ– venirle, preguntándole si no tenía miedo a que le detuvieran. El me contestaba que no tenía ningún temor, y además añadía: «Lo de dentro de casa hay tiempo de hacerlo durante la noche: pero si no salgo, ¿qujén hace lo de la calle?». Se refería a los ministerios sacerdotales que él ejercía. »El día 30 de este mismo mes confesó en la pen– sión a algunas religiosas de las en ella recogidas. Por la noche, cuando ya estaban cenando, a eso de las diez, llegaron a la calle de nuestra pensión mu– chos milicanos armados hasta los dientes, como suele decirse. Uno de los que estaban en la calle, y que de niño había sido monaguillo de las religiosas trinitarias, dijo a los otros milicianos: «Ahí no de– jéis ni a las ratas». De hecho subió a la pensión buen número de mili– cianos bien armados, y dijeron que venían a regis– trar la pensión. «Pasen ustedes», les dije. Ellos: »-A ver: elemento femenino que tienes en la casa. »-En la casa no hay más mujeres que las de la familia y la señora e hijas de un policía. Pueden pasar ustedes, pues en estos momentos se hallan cenando. 40

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