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le tiraron desde un b alcón unos algodones impreg– nados de gasolina y ardiendo, con los que fácilmente hubiera podido incendiarse el hábito del padre. Sin alterarse un punto vino a su convento, y como la cosa más natural y sencilla nos dijo: «Me han querido achicharrar vivo, pero se conoce que aún no ha lle– gado mi hora.» Creo que en esto brilla su entereza, su calma y su p aciencia ante la injuria. El otro caso es el siguiente: Creo que fui la última persona que confesó antes de su muerte. Aunque la presentía, yo Je vi absolutamente tranquilo, y al indicarle yo los te– mores de lo que pudiera sucederme en aquellos días tan azarosos, me dijo: «Hija mía, si una desgracia te sucediera, no pienses en lo que dejas, sino en el premio maravilloso que tendrás allí.» Prueba inequívoca de su gran fortaleza sobrenatural es el caso siguiente. «El día diecinueve de julio del año mil novecientos treinta y seis, que precisamente era domingo, yo fui a oír misa a Jesús, en las primeras horas de la mañana. Cuando estábamos en la misa entró en la iglesia una miliciana con su gran pistola al cinto, y gritando dijo: «Que salgan todos los hom– bres». La gente se asustó, como era natural, pues es– taban además muchos milicianos a la puerta de la iglesia apuntando con los fusiles a las personas que estábamos en la iglesia. Fue entonces cuando el padre Andrés salió del confesonario, ordenando a los fieles que salieran de la iglesia. El se fue a la puerta, y puestos los brazos como una cruz, rogó a los mili– cianos que separaran un poco los fusiles para que pudiera salir la gente, como así lo hicieron. Entonces, dejando los libros de devoción en la iglesia salimos todos». ( Dolores Menor). No menos que la virtud de la fortaleza practicó el 28
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