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T~n ía un santo horror a las supersticiones, hasta tal punto que quizá la única vez en mi vida que yo vi al padre un tanto fuera de sí, ocurrió precisamente predicando contra las ridículas supersticiones, que aún en el pueblo cri stiano se ven con demasiada fre– cnencia». Era devotisjmo de la virtud ele la fe que tenía arraigada en lo más profundo de su corazón, corno pudo demostrarlo reiteradamente entre nosotros en la clas~ de Teología. Por entonces había sido publi– cada la encíclica «Pascendi i> y el decreto «Larnenta– bDi » de S::m Pío X contra el modernismo, y no puedo olvicbr el celo que él desplegó para hacernos ver los errores de este sistema, poniendo siempre por de– lante de nuestros ojos la objetividad de la fe frente al sen timentalismo, que era propio del modernismo. Incluso irradiaba su actividad en favor de la fe al exterior. Y así recuerdo que aquí bautizó él mismo a una familia de protestantes que el había traído a nuestra religión. Otra prueba de su fe profunda nos la suministra el respeto que siempre demostró a la Santa I glesia y a toda la Jerarquía, ya que muchas veces ponderó su grandeza y magnificencia y nos exhortaba a la sumisión más absoluta al Papa, Obispos y J erarqufo. en gener al. Conviví con él algún tiempo , y nunca le oí la menor expresión que pudier::i. ser menos honrosa para el ministerio sacerdotal ». (Padre Dámaso de Gr aclefes). No menos que la virtud de la fe se destacó en el siervo d e Dios la filial confianza en el Señor, espe– rando con humilde seguridad los medios para alcan– zar la eterna bienaventuranza y el arribo feliz a las dichosas playas celestiales. «Siempre se manifc-;\ o con una gran esperanza, porque confiaba en que por 22
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