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11.- El SIGLO DE LAS PREGUNTAS YLAS DUDAS timamente rebelarse. No se admitían disidencias. Los disconformes ponían en juego la vida al expresar públicamente sus convicciones. Los Apóstoles no podían en conciencia someterse a ese régimen de vida. El Evangelio condenaba como absolutamente inmoral el señorío absoluto del poder establecido sobre el pueblo. Y, por supuesto, la aceptación de un solo Dios echaba por tierra el "Partenón" repleto de ídolos fabricados para sa– tisfacer las necesidades del hombre, a los que simplemente había que apla– car para alcanzar su favor. Al exaltar la igual dignidad de todos los hombres desde su mismo origen, Pedro y Pablo eran vistos como subversivos que descaradamente igualaban a patricios y plebeyos. La idolatría del poder, de la clase social, de la raza, de la sangre, no podía aceptar a un Dios que exigía la igualdad e incluso la fraternidad universal como única forma de "salvarse". Pedro y Pablo terminaron siendo "víctimas" de sus convicciones, lo mismo que todos aquellos que vieron en el Cristo del que les hablaban la posibilidad de liberarse del dominio que les convertía en simples objetos al servicio del dictador, y la concepción de la vida como armonía y solidaridad. La fidelidad al Maestro, el testimonio irrefutable de las primeras comunida– des, la firmeza de los mártires que entregaban su vida sin rencor, fueron la gota de agua que paulatinamente horadó la piedra. No se enfrentaron a la autoridad desde la rebeldía, sino desde unas convicciones que resaltaban más por sus frutos que por sus discursos. Aquellas primitivas comunidades, fraternas, solidarias, en situación de ca– tacumba, se aferraban a una Iglesia que era hogar, recinto abierto, consul– torio acogedor. Lástima que pocos siglos después uno de los emperadores "oficializó 11 el cristianismo, transformándolo en una estrategia diferente y no en una verdadera "comunidad de hermanos".

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