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V811U81iZar desde los signos de los tiempos desvían los creyentes y las instituciones al apegarse a elementos no esen– ciales y en sí mismos relativos. Los que con más euforia proclamaron la "muerte de Dios" tuvieron tiempo de ser testigos de la afanosa búsqueda de "lo absoluto". Se llegó a la conclu– sión de que si Dios estaba muerto, no tenía mucho sentido la vida del hom– bre. Michel Foucault, en su obra Arqueología del saber, afirma: "Puede ser que hayáis matado a Dios bajo el peso de lo que habéis dicho, pero no penséis que resultará de todo lo que decís un hombre que vivirá". Maurice Clavel hiló aún más fino. En sus confesiones, aparecidas bajo el títu– lo de "Lo que yo creo", concreta: "El hombre ha sido perdido para la humani– dad; por consiguiente, para él mismo. La pérdida del hombre, por el hecho de ser obra del hombre, tiene su origen en una decisión: habiendo creído apagar el sol o ponerse en su lugar, tal como Marx le había invitado a hacer ya desde el año 1844 1 se ha convertido en un incurable de muerte". Tenemos que aprovechar este instante providencial en el que las creencias en general, la Iglesia en particular y cada bautizado dentro de ella, son ob– jeto de acerbas críticas, para establecer distinciones. La sacralización de to– das las actividades humanas, la dependencia de todos los acontecimientos y decisiones de la religión, ha provocado primero una secularización enfa– dada y ahora un secularismo que pretende demoler los cimientos mismos de lo trascendente. No hemos sabido interpretar fielmente a Jesús cuando nos invitó a dar al César lo que le pertenece y a Dios lo que le es propio. Consecuentemente hemos llegado a los extremos. Algunos se han "entregado" a lo divino de tal manera que todo lo "mundano" les resulta perverso. Yotros se han pos– trado a los pies del César con tanto fanatismo que han desembocado a la larga en el desconcierto, al gastar sus fuerzas al servicio de "señores" que al fin mueren y dejan en desamparo a quienes depositaron en ellos todas sus esperanzas.
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