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IV.· ANUNCIAR Al JESÚS DEL EVANGELIO Dios escogió para hacer realidad el Reino entre los hombres ha acaparado ese Reino como si fuese el suyo. A todos los bautizados nos invita Jesús a seguirle, lo mismo que a los pri– meros discípulos. Y seguirle a Él es beber de su fuente, identificarse con su Persona, conocer su Obra, enamorarse de ella y disponerse a comunicarla. Hemos llegado a creer que ese seguimiento es sólo para algunos privilegia– dos, a los que casi desde el vientre de sus madres se les ha otorgado una gra– cia sobreabundante. Aquellos que cometen el error de separarse del mundo para liberararse de su contaminación. Y los que se ponen bajo los efluvios de guías espirituales que no tienen reparo alguno en sentirse más autorizados que el Maestro. En nuestra catequesis, desde la que impartimos al pueblo creyente en ge– neral, hasta la propia de los sacramentos de iniciación, hemos puesto dema– siada confianza en los textos. Nos hemos preocupado mucho más de ator– nillar a los fieles a las obligaciones que impone la Iglesia que a la Persona de Jesús. Y estas resultan a la larga indigestas al sentirse como peso y no como instrumento de liberación. No deben extrañarnos las críticas feroces que muchos le hacen a una Iglesia que se ha empeñado en presentarse como antipática, como opuesta a la legítima libertad y a un sano goce de la existencia. Al mismo tiempo que expresan esta desazón ante a la Iglesia, afirman su simpatía y respeto por Jesús. ¿En qué le hemos sido infieles sus discípulos, para que no lo vean reflejado en nosotros?. En nuestra América Latina han ido cundiendo los grupoS'dedicados a leer la Biblia, meditarla, comentarla y aplicarla a la vida. Al permitírsele a los más simples interpretarla con la mL5ma libertad que a los sabios, todos nos he– mos quedado sorprendidos. Antes teníamos miedo de que, llevados por la fantasía, tergiversasen las verdades fundamentales. Ahora muchos han en– tendido que el Espíritu se revela también a los humildes.