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IV. - ANUNCIAR Al JESÚS DEL EVANGELIO hembras que un buen esposo y mejor padre?. Decía recientemente uno de los más veteranos intelectuales hispanos que estos son los más claros expo– nentes de una sociedad que se desmorona. Y muchos de nosotros nos la pasamos haciendo planes, reparando en los obstáculos, midiendo nuestro compromiso. No damos la impresión de tra– bajar para la "empresa" de Jesús, sino para nuestro negocio personal. Insis– timos en quedar como buenos y eficaces, prudentes y sensatos a los ojos de los que nos mandan, y no a bien con el Jesús que no entiende de pequeñeces ni de temores. ¿Nos sentimos cómodos hablándoles a las nuevas generaciones de cual– quier concurso chabacano de la tele y, en cambio, nos llenamos de pudor al presentarles a Cristo? ¿No será también esta una clara señal de que algo se desmorona en nosotros?. Nuevamente les pido permiso para contarles otra experiencia personal. Después de treinta y siete años de un trabajo pastoral obsesivo, honesto y multiforme, y quizá por eso mismo lleno de informalidades, decidí hacer un alto en el camino. Necesitaba reposo para coordinar algunas ideas, para recuperar fuerzas, para pertrecharme. En algún momento sentí que quienes estaban llamados a "entretenerme" de nuevo, invitándome a ejercer el ministerio en alguna parcela de la viña del Señor, estaban cansados de mí, de mis limitaciones o de mis atrevimientos, de mi entusiasmo unido a la interpelación. Por primera vez conocí, aunque sólo en ráfagas, lo que los sicólogos llaman depresión. Y para salir de ella, o para no meterme de lleno en ella, volví los ojos al que se había entregado por entero sin pedir nada a cambio. Tenía la plena convicción de que Él no me consideraría ni inútil ni incómodo. Me asocié a la soledad de Jesús, que fue el precio que tuvo que pagar para ser fiel a sí mismo y a la misión que se le había encomendado. y_ llegué a la
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