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FR. FRANCISCO DE PAMPLONA.—CAPITULO VIII 151 pecial que necesitaba a fin de conocer la divina voluntad. Y a fuerza de oraciones y penitencias mereció que Dios ilumina- ra su inteligencia, para hacerle ver con claridad meridiana los grandes peligros en que había estado de perderse por toda la eternidad y la necesidad de dejar el inundo, si quería sal- var su alma. En ci silencio de esas oraciones fervorosas a que se consagraba, con frecuencia oía la voz de Dios que le llamaba a la penitente Orden Franciscano-Capuchina. Estando ya determinado a seguir la voz de Dios, se fué una tarde de los últimos días de mayo del año 1636 al con- vento de Capuchinos, que está algo apartado de los muros de la ciudad. En llegando, pidió al portero que le llamase al P. Guardián, que a la sazón era el P. Francisco de Calatrao, re- ligioso de mucha virtud y uno de los más célebres predica- dores (le su tiempo. Este Padre fué el Ananías de D. Tibur- cio; pues con su consejo y dirección pudo lograr su intento el Pablo Español. Para tratar tan importante asunto con más sosiego, se fué a la Capilla de Santa Magdalena, que había entonces en la huerta; allí expuso el valiente miliar sus de- seos de tomar nuestro santo hábito y los motivos y razones en que fundaba su resolución. Escuchó atento el P. Guardián todo su razonamiento, no sin grande admiración al ver tanto fervor en el intrépido soldado; mas, como conocía bien el na- tural de D. Tiburcio, tuvo alguna duda de que un hombre tan fogoso y de vida tan disipada hubiera cambiado tan de repen- te para abrazar una vida tan austera como es la de los Capu- chinos. Le aconsejó que tomara más tiempo para pensarlo Mejor; que en el mundo y aun en la milicia podía hacerse santo como San Fernando, San Sebastián y otros. No le sa- tisfizo esta respuesta, antes insistió una y otra vez D. Tibur- cio, hasta convencer al Padre Guardián de que su vocación era verdadera y que deseaba consagrarse a Dios para hacer penitencia en el humilde estado de religioso lego; y que esta era su inquebrantable resolución. Al oír esto el P. Guardián, le dijo que avisaría al P. Provincial de sus deseos y vocación, y que a él le competía resolver este asunto. Le impuso, ade- más, que fuera personalmente a dar cuenta al Sr. Obispo de Pamplona, que lo era entonces D. Pedro Fernández Zorrilla, con quien habla tenido serias palabras en Madrid. Obedeció

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