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MISION DE MARACAIBO.—CAPITULO 1 349 por muerto y encomiéndenme a Dios. Tomó luego el Sto. Cris- to, y acompañado de un solo indio y del perrito, se puso en ca- mino y fué subiendo por la sierra arriba, y en llegando a una cumbre, le mostró el indio algunas casas de los Coyamos, que estaban en el otro lado, y se volvió desde allí, dejándole solo. Descendió Fr. Gregorio de la montaña y encontró en la falda, cerca del valle, una partida de indios Coyamos, que e- ran los enemigos de los que tenían poblados los Misioneros. No sabía su lengua, ni jamás había llegado allí ningún espa- ñol; pero Dios, que le había concedido otros dones, le ilustró con el de lenguas, y se hizo comprender de los indios, predi- cándoles la fe de Cristo, exhortándolos a la paz que pretendía, y a que dejasen sus vicios y aquella vida errante y se reduje- sen a población. Pasmados se quedaron los indios, sin saber lo que les sucedía, al ver en sus tierras aquel extraño persona- je que les hablaba en su lengua y les convidaba a la paz. Comprendió Fray Gregorio su indecisión, y acercándose a e- llos, con dulces y eficaces palabras y algunos donecillos que les ofreció, logró sosegar sus ánimos, y de tal modo se tem- plaron, que trabaron con él larga y gustosa plática, hacién- dole varias preguntas del fin de su jornada y de la religión que les predicaba. Satisfizo a todos y le oyeron con tanto gusto, que trató luego el cacique de que le pusieran pronto una red para dormir como ellos usan y le regalaron con bue- na cena de sus viandas y frutas, y después se recogieron con ánimo de seguirle y tomar sus saludables consejos. 6. Hallábanse allí de paso dos indios también Coyamos, pero de otro partido muy diferente, que vivían no muy dis- tantes los cuales al ver los agasajos que habían hecho al sier- vo de Dios, y oyendo lo que éste les había propuesto y lo que los indios le ofrecían, cautelosamente y en silencio se partie- ron aquella misma noche y fueron a dar cuenta a cuatro ca- ciques y a la gente de su séquito, vertiendo en los corazones de todos infernal ponzoña de ira y coraje contra sus herma- nos, porque habían recibido al Misionero que les proponía la paz. Noticiosos todos ellos de lo que pasaba, madrugaron y vinieron como fieras salvajes a donde estaba el Religioso, ar- mados de lanzas, macanas y flechas, trayendo consigo hasta sus mujeres e hijos, todos formados en actitud de guerra, y se

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