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12 LOS FRANCISCANOS CAPUCHINOS EN VENEZUELA nuestros padres en la fe hubieron de efectuar para llevar a cabo su obra evangelizadora. Es, sin embargo, uno de los asom- bros de la Historia esa cristianización de nuestras comarcas por el esfuerzo aislado del misionero, y basta fijarse un ins- tante en la desproporción de los medios con la magnitud del resultado, para no salir del pasmo y anonadamiento. Unos cuantos frailes dispersos en tan temerosas vastedades, bus- cando para la fe de Cristo gentes que apenas vislumbres de racionalidad despedían, sometidos a todas las privaciones de orden material y espiritual, empeñados en organizarlas social- mente bajo los principios severos de la doctrina cristiana, y para esto teniendo que preservarlas del contagio de los mis- mos "racionales" que se preciaban de profesar tan sublime doctrina; eso, repetimos, es una hazaña tan portentosa que apenas tiene semejante en la que los primeros Apóstoles eje- cutaron para la implantación del Cristianismo en el mundo antiguo. Y esos benditos frailes trabajaron siempre solos, todo lo hubieron de hacer por si mismos, sin contar con la colabo- ración del elemento femenino, desprovistos del admirable au- xilio que a la moderna obra misionera prestan los Institutos Religiosos de mujeres, haiendo así menos ímproba la tarea (le catequización y elevación moral entre los infieles. Con sólo apuntar esa consideración hay para ensalzar sin ninguna clase de reservas el mérito de la conversión de América por obra y gracia de los misioneros. ¿Qué diremos en particular del éxito alcanzado por los Franciscanos en esa divina y dilatadísima gesta? El P. Balta- sar ofrece en este libro las pruebas más elocuentes de la for- midable tenacidad con que los discípulos de San Francisco se consagraron a salvar para la civilización aquellos residuos de una humanidad degenerada y crearle con ellos a Venezue- la una gran parte de sus centros de población, pudiendo de- cirse que no dejaron nada por hacer de lo que heroicamente era hacedero; y los individuos de la Orden Seráfica que por esas páginas desfilan, son suficientes para explicar el impe- recedero prestigio que el sayal del Pobrecito de Asís se con- quistó en nuestro suelo. Nosotros no queremos sino revivir

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