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MISION DE LOS LLANOS.—CAPITULO IV 95 na y vigilancia de los Padres, dejando su vida salvaje, recibió la fe Católica y entabló una vida honesta y cristiana. Desde su conversión no sólo acompañaba a los Misione- ros en sus viajes, cuando iban a buscar los indios a los mon- tes y soledades en que vivían, sino que se había convertido, a su modo, en sagaz Misionero. Con gran celo de la salvación de las almas, buscaba a sus hermanos en sus rancherías, y cuando los encontraba, procuraba con fervorosas exhortacio- nes apartarlos de la vida salvaje, atrayéndolos a la Misión. Este indio fué guía y confidente de todos los Padres, y por su medio se atrajeron muchas almas a la fe Católica, pene- trando con ellos en los montes en busca de indios para conver- tirlos a Dios; de un modo especial se constituyó compañero inseparable del P. Juan de Trigueros, para buscar los indios que andaban vagando por las riberas (le aquellos ríos; y acon- teció que, en los últimos días del año 1676, se acercaron a unos montes donde estaba escondida una gran multitud de bárba- ros, y conociendo el dicho Juan Granados la ferocidad de aquellos indios y el peligro que corrían tanto el Padre Juan como sus compañeros, si intentasen acercarse a ellos, le dijo -con intrepidez: —"lOh, Padre!, advierta que estos indios son enemigos encarni- zados y traidores, y además ellos son muchos y nosotros poquísimos; por tanto, tengo por cierto que, apenas nos vean, nos acometerán y harán pedazos; si quieres, yo gustosamente me acercaré a ellos, y si me quitan la vida, con alegría la consagro a Dios por vuestra salud; y dado caso que esto aconteciere, no he de ser yo tan ferozmente mal- tratado como lo seréis vos y vuestros compañeros". Oyendo esto el Padre, lleno de admiración, alabando su celo por la gloria de Dios y salvación de las almas, le permi- tió que entrase solo; y habiendo llegado a los indios, les em- pezó a decir que se sujetasen espontáneamente a los Padres Capuchinos, que habían venido de España solamente por su salud eterna; que abrazasen su doctrina, si querían conseguir la verdadera felicidad, porque sus almas eran inmortales, y solamente aquellos que confesaban la fe Católica y guarda- ban los preceptos de la ley evangélica, que enseñaban los pre- dicadores, podían poseer la vida eterna.

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