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gurosos con el pecador, evitando así toda posible equivoca– ción y dándole la oportunidad de cambiar de vida. La mayor parte de las discusiones familiares, luchas entre amigos, las rencillas, los odios y los malentendidos, provienen de la severidad con que miramos lo que los de– más hacen o piensan. Nunca debemos olvidar, al tratar los asuntos, al vigilar las obras o examinar los sucesos, que de– trás de todos ellos están las personas que como nosotros tienen una sensibilidad y un agudo sentido del honor. No lleguemos a herirles para que no tengan disculpa a la hora de e.1carar sus deficiencias. único juicio que en realidad se nos permite a los cris– tianos es el que nos lleva a discernir el bien del mal. Debe– mos juzgar rigurosamente los hechos, a fin de que cada día se enmienden más los errores, pero debemos ser tolerantes con los seres humanos. Ser tolerantes no significa aprobar su maldad, sino confiar en su posible conversión, en su ra– dical cambio de proceder. A la luz de la fe hemos de examinar qué es lo bueno y qué lo malo. El juicio de cada persona sólo lo puede hacer Dios, porque sólo El conoce nuestro corazón y sus inten– ciones al obrar de una u otra forma. Nuestro papel es el de ser abogados de todos los hom– bres, intercediendo por ellos, no para que se les disculpen sus errores, sino para que, ante la presencia del bien y la misericordia, se muevan al arrepentimiento. La corrección está permitida y recomendada por el evan– gelio. Pero se trata de una corrección que ha de ser siempre "fraterna", es decir, no en plan de recriminación, sino de exhortación al bien. Si somos sinceros tenemos que reconocer que la forma más común de actuar entre nosotros es culpando al próji– mo ante los otros, es decir, proclamando sus limitaciones sin que él lo sepa directamente, siendo peor el remedio que la enfermedad. Toda corrección evangélica debe ser dirigi– da al interesado con delicadeza y caridad. Obrar a sus es- 52

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