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El polvorín estalló cuando poco tiempo después Jesús entró en el templo y expulsó de allí a los vendedores y mercaderes. Con ello puso de manifiesto cuál era su verda– dera misión y dejó convencidos a los fariseos de que no po– dían contar con El para los planes que se habían fraguado. Los que aplaudían a Jesús en Jerusalén, llegaron a escu– pirlo. La razón es muy sencilla: aceptaron el triunfo, pero no entendieron la derrota. Es decir, estaban de acuerdo con un Cristo triunfante y líder, pero no querían saber nada con quien se gloriaba de ser hijo de un carpintero y de convivir con los pobres y "pecadores". Creían en el Cristo capaz de sacar adelante sus intereses racistas, pero no tole– raban al mesías humillado y dispuesto a dar su vida "por todos los hombres". Ellos eran la raza elegida, los verdade– ros seres humanos. Los demás no estaban a su altura y no parecía lógico que Cristo se presentase también como pro– feta suyo. Esta actitud del pueblo judío se repite cotidianamente en nuestra vida cristiana. Hay creyentes que aceptan a Dios cuando encuentran la forma de sacar provecho de El. Dios es para ellos el Padre que protege, guía y da salud y prosperidad. Pero no entienden el sacrificio que exige, la renuncia que pide y la coparticipación que requiere con todos los hombres. Es fácil creer en un Dios que protege del peligro y que coarta la libertad cuando es usada peligrosamente. No es tan claro para muchos un Dios que es consecuente consigo mismo y con los seres creados, concediéndoles el don de la libertad para su buen o mal uso. Hay quien ante Cristo adopta la misma posición que Ju– das. Le siguen y le aplauden cuando admite todos sus ca– prichos y llena sus necesidades físicas. Pero se apartan de El y le traicionan cuando santifica el dolor, la enfermedad e incluso la muerte. Entienden todo lo que se haga para incrementar y hacer deliciosa la estancia del hombre en el mundo presente. Pero no les cabe en la cabeza que haya que vivir intensamente, sí, pero con las miras puestas en "el más allá". Para ellos tiene sentido la vida y sus placeres, 106

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