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Allí entró Jesús con Juan y Andrés. Sentados sobre un rús– tico tronco trabaron conversación animada e interesante. , 1 Hablaba Jesús, y sus palabras caían en las almas de aque- llos hombres como rocío del cielo que los llenaba de luz. de fuerza y de consuelo. Eran las cuatro de la tarde. El crepúsculo vespertino iba avanzando. La luz dorada descendía sobre la meseta del Jordán haciendo reflejar va1iadas tonalidades. Las ,rocas, los árboles, los sembrados. los caseríos, todo adquiría extrañas tintas. y colores. En el fondo de los valles y al borde de los barrancos un azul pur– púreo envolvía todas las cosas. Todo convidaba a la con– fidencia, a las efusiones de una santa amistad. Jesús se– guía hablando. De cuando en cuando Juan y Andrés le ha– cían sus preguntas, le exponían sus deseos y aspiraciones. La conversación continuaba. La luz de oro del ocaso iba menguando, dejando en todas las cosas un rastro de ternura, de misterio. A veces se hacia un breve silencio. Se oían sólo entonces los soplos de la brisa que agitaba las ramas secas de la choza y a lo lejos el murmurio del río. Aquellos tres hombres sentían el latido del propio co– razón que estaba experimentando las efusiones de la más dulce y santa amistad. Juan y Andrés se hallaban p,rendados de Jesús. Y Je– sús les hacía objeto de su más tierna confianza y su más exquisito amor. El era para aquellos hombres sencillos y puros un Maestro sabio, un amigo fiel. un padre todo bondad. El tiempo transcurrido en aquella amorosa confiden– cia fluía sin sentir como un río remansado. Había pasado la t2¡rde. Tras ella se deslizó la noche y llegó, por fin, el día con sus rayos de sol. Pero la luz interior que iluminaba el alma de aquellos dos primeros discípulos de Jesús era más hermosa que la que entonces se vertía en la tierra. El trato y conversación con Jesús hace rebosar de go- Gü

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