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Juan, al verle, como en un acto de adoración y de amor, repite a los discípulos las palabras que el día anterior había pronunciado al pasar a su lado Jesús de Nazaret. El era el que de nuevo caminaba a su vera. Levantando Juan su mano, con gravedad y ternura, le señala con el índice, diciendo: - iHe aquí el Cordero de Dios! El paso del Nazareno fue para aquellos dos hombres de buena voluntad y corazón sencillo y puro, algo así como un rayo de luz y una sonrisa de esperanza. Las palabras del Bautista resonaron en sus oídos como una indicación clara y manifiesta de que siguieran a aquel hombre al que habían de reconocer por Maestro. Sin tardanza alguna, Juan y Andrés fueron siguiendo a Jesús con deseo de comunicarse con El; pero no sin cierta timidez mezclada de respeto y amor, lo que les im– pedía dirig·irle la palabra. Jesús sentía sus pasos, y sobre todo puisaba los sentimientos de sus corazones. Se vuel– ve, amable, a ellos. Su rostro refleja la penetración del Maestro y la ternura del amigo. Con voz que avivaba na– turalmente en ellos la confianza y el amor, les dice: - ¿Qué buscáis? Aquella pregunta parecía que les invitaba a la confi– dencia, a la intimidad. Juan y Andrés sentían vivo inte– rés en hablar con aquel hombre que sabía conquistar sus afectos. Para mejor conversar con El, quieren ir hasta su misma vivienda. Por eso le preguntan: Maestro, ¿dónde habitas? Jesús condesciende con aquellos buenos galileos. Les invita a visitar su morada y gozar en ella de su compañía, contes.tando a su pregunta: -, Venid y vedlo. Fueron a la vivienda de Jesús, una de tantas cabañas alzadas a las orillas del Jordán por el movimiento religio– so de las gentes que acudían a escuchar al predicador del desierto. Estaba hecha de ramas de palmera y terebinto. 59

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