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LA PRIMERA CONQUISTA Era una tarde primaveral. Pasados los ardores del me– diodía, el sol declinaba al ocaso. Las sombras comenzaban a alargarse y la brisa vesperal iba refrescando el ambien– te. Juan, el asceta predicador del desierto, se hallaba en compañia de sus más fieles discípulos. Eran éstos pesca– dores del Lago de Genesaret. Sus rostros estaban curti– dos por los aires y soles del lago; pero en sus ojos p~os se asomaban sus corazones sencillos y sus almas ansio– sas de verdad y de justicia. Se había quedado el Bautistl:\ solo con dos de aquellos galileos. Uno era Juan, hijo de Zebedeo, y el otro, Andrés de Betsaida. Comentaban entre sí los sucesos de aquellos días, y sobre todo hablaban en la intimidad del Mesías que era la esperanza de Israel y que en breve iba a comenzar la predicación del reino de Dios. Hablaba el Bautista, y los dos discípulos escuchaban con ansiedad, deseosos de penetrar en las revelaciones de aquel divino reino que ya estaba cerca. En esto se oye el crujir de unas sandalias sobre la are– na. Alguien pasaba a su lado. Tienden su mirada anhe– lante, y ven dulcemente sereno y amable a un hombre de túnica blanca y manto rojo, cuyo tUfbante agitaba la bri– sa de la tarde. En su rostro se refleja un halo de santidad. 58

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